LA CARRERA DEL SUERO
Todo empezó en diciembre del año anterior. Nome, una localidad de la costa oeste de Alaska estaba azotada por una epidemia de difteria, enfermedad del aparato respiratorio causada por una bacteria que produce fiebre, inflamación en la garganta y dificultad para respirar por exceso de mucosa, entre otros efectos que pueden llevar al shock y la muerte. Se ceba especialmente en las franjas de edad más delicadas, los niños menores de cinco años y los adultos mayores de sesenta, de manera que buena parte de los habitantes de Nome, pero muy especialmente la infancia, se encontraba en una situación desesperada.
Sólo había un médico en el pueblo y comprendió que lo que en principio había diagnosticado como simple amigdalitis era algo bastante peor, sobre todo al cobrarse la vida de cuatro pequeños. Ya en enero enfermó otro niño que murió en dos semanas, dejando claro que se trataba de difteria; algo especialmente grave porque los pedidos que el galeno había hecho de antitoxina diftérica para tratarla no habían llegado al tener que cerrarse el puerto por la adversa metereología; el Círculo Polar Ártico está ahí mismo y era pleno invierno.
A finales de enero falleció otra niña y quedó claro que la tasa de mortalidad podría alcanzar un nivel espeluznante entre la escasa población (diez mil habitantes en toda la región, dos mil en Nome) si no se traía ya un millón de unidades del medicamento. Tal cantidad debía recopilarse entre los hospitales de la costa oeste y mandarla vía Seattle pero no era posible hacerlo antes de mediados de febrero, así que mientras tanto se buscó un recurso de urgencia: enviar las que había en Anchorage, que eran muchas menos pero servirían para contener la epidemia de momento y además podían salir de inmediato.
O eso se creía porque el frío intenso no sólo había helado el mar obligando a cerrar los puertos sino también los motores de los aviones, que además eran de cabina abierta. Sólo quedaba una posible solución, tan desesperada como pintoresca: realizar el transporte en trineos tirados por perros, como si estuvieran en el siglo XIX. No era algo fácil de llevar a cabo porque la distancia a recorrer sumaba más de un millar de kilómetros que, dadas las circunstancias, se deberían cubrir en un máximo de nueve días, el tiempo récord que ostentaba el correo por ese medio.
Los primeros nueve kilos del fármaco llegaron desde Anchorage a la estación de tren de Nenana el 27 de enero. Allí los cargó un musher (conductor de trineo) llamado Wild Bill Shannon, quien inmediatamente se puso en marcha con sus once perros arrostrando los treinta y un grados bajo cero de la tormenta que azotaba la región y que aún descenderían una veintena más. Con hipotermia y congelaciones, Shannon logró entregar la posta al siguiente, el nativo Edgar Kalland, mientras llegaban noticias de nuevas muertes en Nome.
Hubo bastante controversia porque las voces más críticas -entre ellas la del célebre Roald Amundsen- exigían que los aviones se arriesgaran a despegar, pero los pilotos se negaron considerándolo un suicidio. Entretanto, continuaban los relevos de mushers -hasta una veintena, la mayoría nativos, con un centenar y medio de perros- y la etapa más larga y peligrosa (trescientos veintidós kilómetros) la asumió el noruego Leonhard Seppala, tres veces ganador de la carrera All–Alaska Sweepstakes y que tenía un perro llamado Togo con mucha experiencia. No obstante, el último tramo le tocó a Gunnar Kaasen, también noruego, que entró en Nome en la madrugada del 3 de febrero.
Todas las ampollas de la antitoxina, trescientas mil unidades que iban dentro de un cilindro de acero, sobrevivieron al viaje y se empezaron a aplicar ese mismo día, permitiendo controlar la epidemia. Como el tiempo no daba tregua y los aviones seguían inmovilizados, se organizó un segundo viaje de postas que llegaría con su valiosa mercancía el 15 de febrero, poniendo fin a la pesadilla que vivía el pueblo. La cifra final de defunciones fue de siete, aunque se calcula que probablemente habría un centenar si se cuentan las de los inuit de poblados del entorno, que solían enterrar a los suyos sin registro.
El éxito de aquella desesperada apuesta, que permitió tener un remanente del medicamento con el que se cortó rápidamente un nuevo brote al año siguiente, costó la vida de varios perros pero salió en todos los periódicos, que la bautizaron con el nombre de Great Race of Mercy (Gran Carrera de la Misericordia); un evento deportivo llamado Iditarod Trail Sled Dog Race se organiza cada año en su recuerdo. Y como a los norteamericanos les gustan tanto los héroes, centraron en uno toda la atención.
O en dos para ser exactos: Gunnar Kaasen y su perro Balto. En realidad Kaasen, emigrante ex-buscador de oro, sólo había recorrido ochenta y siete kilómetros, una minucia comparada con los cubiertos por Seppala, pero claro, fueron los últimos y, por tanto, los más celebrados. Eso le convirtió en la estrella indiscutible de la Gran Carrera de la Misericordia, aún cuando los demás también fueron aplaudidos y recompensados. Únicamente le superó en popularidad Balto, un husky siberiano que hasta entonces no brillaba especialmente y, de hecho, se lo consideraba lento y no apto para liderar un trineo.
Sin embargo, su comportamiento en aquel último tramo -con la dificultad extra de hacerse de noche- resultó excelente y así se lo reconoció su dueño, que fue quien destacó su papel ante los medios. Algunos mushers encajaron mal ese protagonismo excesivo asumido por ambos, criticando duramente a Kaasen; el más incisivo fue Seppala, que consideraba que el verdadero héroe era su perro Togo (otro can que en principio tampoco parecía ideal para liderar un trineo por su pequeño tamaño y su carácter inquieto pero que con entrenamiento llegó a cabeza de trineo) y así lo creían también otros (Amundsen incluido), que les tributaron homenajes por el país excluyendo a Kaasen y Balto en un feo gesto.
Togo murió en 1929 con dieciséis años de edad y hoy se conserva su cuerpo disecado en el museo de la citada Iditarod Trail Sled Dog Race, en Wasilla (Alaska). Seppala, que fue quien introdujo la raza husky en el mundo anglosajón, siguió participando en carreras de trineos y ganó una medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Invierno de 1932 celebrados en Lake Placid (EEUU); más tarde se estableció en Seattle, donde vivió hasta su muerte en 1967.
Hacía siete años que Kaasen le había precedido en el óbito. A él le colmaron de honores y hasta le ofrecieron trabajar en el cine. Junto a su perro, que llevaba el nombre de un famoso explorador sami, Samuel Balto, también hizo una gira nacional y ambos vieron sus efigies reproducidas en estatuas; la que hay en el neoyorquino Central Park lleva una placa que recuerda su gesta y se remata con las emotivas palabras Resistencia · Fidelidad · Inteligencia.
Lamentablemente, terminado aquel circo mediático, Kaasen vendió sus perros y luego fueron descubiertos encadenados y en no muy buenas condiciones en un museo de freaks de Los Angeles. Un empresario los adquirió para trasladarlos triunfalmente y con gran cobertura de la prensa, a lo que hoy es el Zoo de Cleveland. Balto murió en 1933 y, al igual que Togo, fue disecado. En Alaska suelen reclamar el cuerpo pero el Zoo sólo lo cede para exposiciones temporales.
IDITAROD LA CARRERA QUE SE ORIGINÓ DE LA AVENTURA DE TOGO Y BALTO
En 1965 se realizó la primera carrera de trineos de perros siguiendo el antiguo camino de Iditarod hasta Nome, en memoria de estos hechos, y llamada Seppala Memorial, en nombre del héroe de la ruta de 1925 y con el premio ofrecido de 25.000 dólares al ganador, se obtuvo una participación de 58 equipos.
La experiencia se repitió en 1968 pero con escaso éxito de participación, solo 12 participantes y mil dólares de recompensa hicieron que perdiera atractivo.
Fue en 1973 cuando ya se instauró la famosa carrera tal como la conocemos hoy en día, compitiendo en fama con la otra gran carrera de Alaska y las tierras del norte, llamada la Yukon Quest, con salida en Fairbanks y hasta Whitehorse, capital del Yukón, Canadá.
Desde 1973, la carrera Iditarod se ha realizado cada año, y de los primeros veinte días que tardaban en recorrer las mil millas que separan Anchorage de Nome, hoy en día se tardan solo unos nueve días con un récord de ocho días y 3 horas en 2017.
la Iditarod sale la 4ª avenida de Anchorage, la carrera anual de trineos de perros de Alaska. Será una salida “fake”, como ellos le llaman, para los turistas, con nieve traída de los bosques cercanos y puesta encima del asfalto urbano de la calle más comercial y céntrica.
Todos los años podemos ver esas imágenes tan fotogénicas de lo perros tirando en frenesí de los trineos y con sus conductores corriendo entre aplausos y gente animada en el centro de la ciudad, nuestra fiesta de invierno.
Una vez realizado el paripé en medio de la ciudad y con público jaleando los equipos de perros a lado y lado de la calle principal de la ciudad, detrás de vallas cargadas de anuncios publicitarios a todo color, los equipos se trasladarán por carretera a Willow, a setenta millas al norte de la ciudad.
Es allí donde empieza la auténtica salida de la carrera de perros más dura y famosa del mundo, nada más ni nada menos que mil millas en medio de un mundo vacío en blanco y negro, con temperaturas que suelen estar por debajo de los 25 grados bajo cero.
Lo que en verano son bosques, lagos humedales y ríos, en invierno, congelados y cubiertos por un manto de nieve se convierte en una autopista para trineos en medio de un paisaje espectacular.
Los mismos caminos que usaban los primeros pobladores de este salvaje territorio. Los nativos Athabascan ya recorrían esta ruta hace miles de años para conectar sus zonas de caza del interior con la costa, conectando comercialmente así las diferentes tribus de las primeras naciones con los pueblos esquimales Inupiaq del estrecho de Bering.
Los colonos empezaron a utilizar estas rutas de invierno para suministrar material y alimentos a los mineros del carbón y a los tramperos que habitaban el interior, conectando los puestos comerciales con los pequeños asentamientos aislados, enlazados en verano por los humeantes barcos a vapor que recorrían el interior de Alaska por sus grandes ríos como el Yukón y el Kwskokwim.
No fue hasta finales de la década de 1890 cuando empezó la fiebre del oro y Nome en muy pocos años pasó de unas decenas de habitantes a más de diez mil. Puerto abierto al mar en verano, quedaba aislado por el hielo en invierno durante más de seis meses y solo los trineos de perros cruzando el vasto y montañoso interior de Alaska, podían suministrar los alimentos y materiales necesarios para toda la ciudad.
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